Magdala - Los hombres de todos los tiempos, para ser alcanzados y tocados por el anuncio de Cristo resucitado, necesitan “testigos a su nivel”, “pecadores como los Apóstoles y como lo somos nosotros hoy”. Y la historia de María de Magdala, la primera testigo ocular y la primera anunciadora de la resurrección de Cristo, sugiere que el testimonio cristiano sólo puede florecer a partir de la gratitud de los pecadores perdonados, que han presagiado en sus propias vidas la salvación y la curación dadas por el propio Cristo. Así lo ha repetido el arzobispo Pierbattista Pizzaballa, Patriarca de Jerusalén de los Latinos, durante la misa celebrada hoy, viernes 10 de abril, en Magdala, una pequeña ciudad en la orilla occidental del lago Tiberíades.
En su homilía, deteniéndose precisamente en la figura evangélica de María de Magdala, el Patriarca ha propuesto con términos sencillos y sugestivos lo que es la fuente y el dinamismo propios de todo testimonio apostólico y de toda aventura misionera, vinculando la experiencia de María Magdalena, la primera persona a la que se le aparece el Resucitado, al envío de los discípulos incrédulos.
“La aparición de Cristo resucitado a María Magdalena –ha señalado el Patriarca al comienzo de su homilía- es un detalle importante del anuncio del Evangelio. Con la pasión y la muerte de Jesús, sus discípulos, habían perdido la fe, excepto la Madre del Señor. María de Magdala, por tanto, es aquella a través de la cual Dios, mediante el encuentro con el Resucitado, vuelve a conectar con los hombres”. Era ella, que según el relato evangélico había estado “poseída por siete demonios”, cuya vida había estado efectivamente “sumergida en el pecado”, y que luego había sido “liberada, personificada, salvada” por el encuentro con Cristo. María de Magdala –ha dicho el Patriarca- nos representa a todos nosotros, nuestra condición humana marcada por el pecado y la expectativa de curación: No podíamos estar representados por la Virgen María, porque ella siempre ha permanecido fiel, está libre de pecado. Por ello, es María de Magdala quien nos representa”, y representa también la imagen de la Iglesia, que los Padres de la Iglesia llamaban “Casta meretrix”, santa y pecadora, “compuesta de pecadores pero al mismo tiempo reconciliada con el Padre por la presencia de Cristo resucitado”. Ya en el Evangelio –ha sugerido el Patriarca al continuar su homilía- se ve bien que “la dificultad de los apóstoles para creer en la Resurrección” necesitaba “testigos a su altura, que fueran como ellos, como María de Magdala”. Por eso Jesús “no fue primero a los discípulos incrédulos, sino a María de Magdala que buscaba su cuerpo, considerado perdido”. Y ese hecho histórico narrado en los Evangelios –ha señalado monseñor Pizzaballa- conserva un valor paradigmático para toda la misión de la Iglesia a lo largo de la historia. A esos mismos discípulos, reprendidos por Jesús por su incredulidad les confiará la misión de predicar su resurrección a todos los pueblos del mundo. “Los mismos Apóstoles – ha continuado Pizzaballa- necesitaban testigos iguales a ellos, pecadores como ellos mismos, como María de Magdala, que estaba poseída por siete demonios, pero que se salvó gracias al encuentro con Jesús”; del mismo modo, “los hombres de entonces y de ahora necesitan testigos iguales a ellos, pecadores como los Apóstoles y como nosotros hoy. Jesús necesita hombres corrientes, pecadores, pero al mismo tiempo felices de haber encontrado el tesoro que puso su vida patas arriba. Gente corriente, pero que tienen todo el sabor de la vida, de la resurrección. Que se convierten por sí mismos en testigos de algo más grande que ellos mismos”. La historia de María Magdalena, ha dicho el Patriarca latino de Jerusalén, sugiere que la única fuente auténtica de la misión y del testimonio cristiano es la gratitud asombrada por haber saboreado en la propia vida la liberación otorgada por el mismo Cristo, a través de su perdón: “Si no nos reconocemos pecadores, no necesitamos a Cristo y el perdón de Dios al que sólo Él nos da acceso”, ha afirmado el Arzobispo. “Ni siquiera podemos amarlo, porque no sentimos la necesidad de Él, es una presencia que no nos comunica nada y, por tanto, no tenemos nada que testimoniar, salvo a nosotros mismos”. Es la obra de Cristo mismo en la vida de hombres y mujeres concretos la que se convierte en un “anuncio”: la “salvación redescubierta”, ha dicho para concluir el Patriarca en la parte final de su homilía, “es el dracma perdido y encontrado del Evangelio de Lucas”. Una vez encontrado, la mujer llama a todos sus vecinos para alegrarse, no puede guardar esa alegría para sí misma.
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